El arte, “no  debe concebirse de ningún modo como algo puramente secundario o instrumental en la historia de la cultura”[1]. El autor encuentra en el desarrollo artístico un motor del desarrollo del pensamiento y de la civilización.

 

Esta dimensión existencial se expresa primariamente en símbolos que son articulados por los sentidos (imágenes plásticas, signos con significación).  Éstos, a su vez, transcurren de diversos modos que dependen de la adecuada articulación de estos símbolos primarios. Ello quiere decir que cualquier aproximación a la realidad debe ofrecer a su vez un conjunto de imágenes sensibles, quedando esto patente por excelencia a través de la distinción en el tiempo de magia y religión, o por lo menos de establecimiento de relaciones causales interpretados o filtrados por esta dimensión de lo humano.

La distinción entre magia y religión y su paso de una a la otra, fue establecida por primera vez gracias a Frazer, en su libro La rama dorada. Citamos, por medio de Read: la religión es

 

“una propiciación o conciliación de poderes superiores al hombre que se cree dirigen o controlan el curso de la naturaleza y de la vida humana. Definida de este modo, la religión consta de dos elementos, uno teórico y uno práctico, a saber, una creencia en poderes superiores al hombre y un esfuerzo por propiciarlos o complacerlos”[2]

Frazer contrapone la religión a la magia y a la ciencia, puesto que en éstas se cumplen leyes inmutables que tienen efecto mecánicamente, en tanto que en la religión estos designios provienen de seres personales.  Así pues, la evidencia de tal argumento es total. Sin embargo, queda por ver cómo ocurrió la transición de magia a religión. Frazer también argumenta al respecto. Conjetura que, el hombre debió darse cuenta paulatinamente de la ineficacia de la magia, puesto que los rituales no cumplían con los requerimientos para los que habían sido diseñados, era claramente, la confesión de la “ignorancia” del ser humano. También conjetura la existencia del que llama el filósofo primitivo, aquel de quien caen las vendas que cegaban su entendimiento, para dejarlo a solas con la idea del mundo que discurría según leyes o inteligencias que no comprendía. Podemos incluso decir que esta perspectiva es bastante negativa, porque presupone, entre otras cosas, que solamente hay un marco de referencia para acreditar validez a ciertas relaciones causales.

Read encuentra un intento de solución a estas cuestiones desde los textos de Gilbert Murray, quien introduce a este ruedo el concepto de mana, palabra primitiva que significa “fuerza, vitalidad, prestigio, santidad y poder mágico, y que puede poseer tanto un león, como un jefe, el curandero o una macana”[3]. Dicha fuerza, contenida en animales de poder, como el búfalo, puede ser absorbida por los seres humanos mediante una fiesta sacramental. Según este procedimiento, dice Murray, se devoraba al animal sagrado para añadir a la fuerza humana la de dicho animal, además de su velocidad y resistencia, es relacionar significados y expresarlos simbólicamente. Sin embargo, seguimos en un entorno mágico y aún no sabemos cómo se llevó a cabo tal transición.

Podemos encontrar ejemplos de su aseveración en la mitología antigua y en los jeroglíficos que los relata, dioses egipcios con cabeza animal, al igual que Minos y el Minotauro, o Atenea con su cabeza de lechuza, o inclusive las pinturas de Lascaux, en las que aparece la figura humana con cabeza de ave. Murray argumenta que en estos ejemplos observamos al dios original, la medicina o poder mágico encarnados, que “que subsecuentemente se diferenció haciéndose la parte visible puramente humana y convirtiéndose la supuesta parte sobrenatural en lo que habríamos de llamar un dios”[4]. Murray discurre por los mismos derroteros que Frazer, adjudicándole errores al curandero que él se atribuía a sí mismo, separando de sí a la divinidad y llevándola a las nubes.

Harrison y Read conciben el proceso mediante el cual la bestia divina se transforma en dios antropomórfico, y es a través de la danza ritual, que comparte con el arte la exaltación de las emociones, el deseo creativo. Esto hace difícil de distinguir, en sus comienzos al arte y al rito; sin embargo, Harrison asevera que sí se perfila la diferenciación posterior entre el dios y el rito. Poco a poco se separan y se convierte en una primera etapa artística, apartándose del rito y convirtiéndose en imagen.

La imagen del dios no fue “proyectada por el rito; el rito fue la imagen y la imagen era la vez obra de arte y dios”[5]. Sólo después de siglos de desarrollo ocurrió esa disociación de la acción y la sensibilidad que condujo a la racionalización de la religión y la intelectualización del arte.

El hombre descubre en sí mismo una capacidad divina de creación cuando concibe a un dios. Esto queda perfilado cuando, trabajando sobre una diosa de la fertilidad, se abstrae del orden natural y se le da una forma y un ser arbitrarios, esto último precisamente por ser obra del hombre. Sin embargo, aseguran Murray y Frazer, que el punto clave de la creación del dios no es el esculpir su imagen, sino todo lo contrario, la trascendencia, la creación de un espíritu real pero invisible.

Con respecto a la pintura griega, tuvo limitaciones también respecto de la concepción del espacio; sin embargo, a pesar de que no fructificó en dicha disciplina el trascendentalismo, alcanzó el idealismo. El primero alcanzó su cúspide en el arte gótico.

 

[1] READ, H: Imagen e idea. Tercera reimpresión. Fondo de Cultura Económica, México, 1975, pág. 69.

[2] Idem, pág 73.

[3] Idem, pág. 76.

[4] Idem, pág. 77.

[5] Idem, pág. 79.

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